«Le petit don Bosco»

Don Pablo Albera

Don Pablo Albera fue uno de los “Salesianos de la primera hora”, que han podido ver a Don Bosco en acción. Ha respirado el aire de Valdocco y, con don Rua y otros salesianos lo ha “exportado” a Mirabello.

Ha sido testigo, después, de la expansión de la obra salesiana fuera del Piamonte, primero en Liguria y después en Francia. Y, en fin, ha desempeñado el cargo de Director Espiritual de la Congregación y, por último, el de Rector Mayor de los Salesianos, como segundo sucesor de Don Bosco.

«Don Bosco tenía que elegir a uno que ocupase el reclinatorio en actitud de confesarse. Miró alrededor y sonriendo le llamó: “¡Paolino ven aquí! Ponte de rodillas y apoya tu frente en la mía, así no nos moveremos”.

Don Pablo Albera fue uno de los “Salesianos de la primera hora”, que han podido ver a Don Bosco en acción. Ha respirado el aire de Valdocco y, con don Rua y otros salesianos lo ha “exportado” a Mirabello.

Ha sido testigo, después, de la expansión de la obra salesiana fuera del Piamonte, primero en Liguria y después en Francia. Y, en fin, ha desempeñado el cargo de Director Espiritual de la Congregación y, por último, el de Rector Mayor de los Salesianos, como segundo sucesor de Don Bosco.

«Don Bosco tenía que elegir a uno que ocupase el reclinatorio en actitud de confesarse. Miró alrededor y sonriendo le llamó: “¡Paolino ven aquí! Ponte de rodillas y apoya tu frente en la mía, así no nos moveremos”.

EL ORATORIO

Pablo Albera en el Oratorio

En 1858, el Oratorio respiraba aún la fragancia de santidad dejada por el quinceañero Domingo Savio, que había volado al paraíso salesiano un año antes. Había otro chico que estaba adquiriendo esa misma fama: Miguel Magone. Él era un diamante; y el cariño de Don Bosco lo había convertido en un ángel.En 1858, el Oratorio respiraba aún la fragancia de santidad dejada por el quinceañero Domingo Savio, que había volado al paraíso un año antes. Había otro chico que estaba adquiriendo esa misma fama: Miguel Magone. Él era un diamante; y el cariño de Don Bosco lo había convertido en un ángel.
Paolino Albera y Miguel Magone acabaron por ser vecinos de cama en el dormitorio y se hicieron amigos. Una amistad gozosa y leal que duró poco. Miguel moría a los catorce años y Pablo Albera pudo escuchar conmovido las palabras que intercambió con Don Bosco cuando cayó enfermo: “Si el Señor te ofreciese elegir curarte o ir al paraíso, ¿qué elegirías?” preguntó Don Bosco. Magone respondió: ¿Quién estaría tan loco que no eligiera el paraíso?”

Viéndolo gravísimo, Don Bosco le dice: “Antes de dejarte partir para el paraíso quisiera darte un encargo”. Magone respondió:
“Diga, diga, que yo haré lo que pueda por obedecerle”. Y Don Bosco: “Cuando estés en el paraíso y hayas visto a la Virgen María, dale un respetuoso saludo de mí parte y de parte de cuantos están en esta casa. Ruégala que se digne darnos su santa bendición; que nos acoja a todos bajo su poderosa protección, y nos ayude de manera que ninguno de los que están, o que la Divina Providencia mande a esta casa, se pierda”.
Los hechos demostrarán que Miguel Magone ha cumplido su “encargo”.
Con este recuerdo en el corazón y los ojos siempre bien fijos en Don Bosco, Pablo Albera, tímido y reservado, pero cada vez más decidido, fue uno de los mejores.
La casa de Don Bosco era su casa. Más tarde describiría así, ese bendito período:

“Don Bosco educaba amando, atrayendo, conquistando y trasformando. Nos envolvía completamente a todos en una atmósfera de contento y de felicidad, de la que estaban desterradas las penas, tristezas y melancolías…
Todo en él ejercía en nosotros una poderosa atracción: su mirada penetrante y, a veces, más eficaz que un sermón; el simple movimiento de cabeza; la sonrisa que afloraba siempre a sus labios; siempre novedoso y variadísimo pero siempre calmo; el aspecto de la boca, como cuando se quiere hablar sin pronunciar palabra; las palabras mismas cadenciosas de un modo más bien que de otro; el comportamiento de la persona y su caminar ágil y ligero: Todas estas cosas actuaban en nuestros corazones juveniles a modo de imán al que no era posible sustraerse, y aunque hubiéramos podido hacerlo, no lo hubiéramos hecho ni por todo el oro del mundo. Tan felices éramos con este su especialísimo ascendente sobre nosotros que en él era la cosa más natural, sin afectación ni esfuerzo alguno”.

EL ORATORIO

Pablo Albera en el Oratorio

En 1858, el Oratorio respiraba aún la fragancia de santidad dejada por el quinceañero Domingo Savio, que había volado al paraíso salesiano un año antes. Había otro chico que estaba adquiriendo esa misma fama: Miguel Magone. Él era un diamante; y el cariño de Don Bosco lo había convertido en un ángel.En 1858, el Oratorio respiraba aún la fragancia de santidad dejada por el quinceañero Domingo Savio, que había volado al paraíso un año antes. Había otro chico que estaba adquiriendo esa misma fama: Miguel Magone. Él era un diamante; y el cariño de Don Bosco lo había convertido en un ángel.
Paolino Albera y Miguel Magone acabaron por ser vecinos de cama en el dormitorio y se hicieron amigos. Una amistad gozosa y leal que duró poco. Miguel moría a los catorce años y Pablo Albera pudo escuchar conmovido las palabras que intercambió con Don Bosco cuando cayó enfermo: “Si el Señor te ofreciese elegir curarte o ir al paraíso, ¿qué elegirías?” preguntó Don Bosco. Magone respondió: ¿Quién estaría tan loco que no eligiera el paraíso?”

Viéndolo gravísimo, Don Bosco le dice: “Antes de dejarte partir para el paraíso quisiera darte un encargo”. Magone respondió:
“Diga, diga, que yo haré lo que pueda por obedecerle”. Y Don Bosco: “Cuando estés en el paraíso y hayas visto a la Virgen María, dale un respetuoso saludo de mí parte y de parte de cuantos están en esta casa. Ruégala que se digne darnos su santa bendición; que nos acoja a todos bajo su poderosa protección, y nos ayude de manera que ninguno de los que están, o que la Divina Providencia mande a esta casa, se pierda”.
Los hechos demostrarán que Miguel Magone ha cumplido su “encargo”.
Con este recuerdo en el corazón y los ojos siempre bien fijos en Don Bosco, Pablo Albera, tímido y reservado, pero cada vez más decidido, fue uno de los mejores.
La casa de Don Bosco era su casa. Más tarde describiría así, ese bendito período:

“Don Bosco educaba amando, atrayendo, conquistando y trasformando. Nos envolvía completamente a todos en una atmósfera de contento y de felicidad, de la que estaban desterradas las penas, tristezas y melancolías…
Todo en él ejercía en nosotros una poderosa atracción: su mirada penetrante y, a veces, más eficaz que un sermón; el simple movimiento de cabeza; la sonrisa que afloraba siempre a sus labios; siempre novedoso y variadísimo pero siempre calmo; el aspecto de la boca, como cuando se quiere hablar sin pronunciar palabra; las palabras mismas cadenciosas de un modo más bien que de otro; el comportamiento de la persona y su caminar ágil y ligero: Todas estas cosas actuaban en nuestros corazones juveniles a modo de imán al que no era posible sustraerse, y aunque hubiéramos podido hacerlo, no lo hubiéramos hecho ni por todo el oro del mundo. Tan felices éramos con este su especialísimo ascendente sobre nosotros que en él era la cosa más natural, sin afectación ni esfuerzo alguno”.

LA CONGREGACIÓN

Entre los primeros salesianos

Fue, por tanto, absolutamente natural para Pablo Albera, tomar la sotana, el 227 de octubre de 1861, y el año después, el 14 de mayo de 1862, ser uno de los 22 primeros salesianos.

“Aquella tarde –narra don Bonetti- después de desearlo mucho se emitieron por primera vez formalmente los votos de pobreza, castidad y obediencia por varios miembros de la Pía Sociedad recientemente constituida, que… se sentían llamados a ella. ¡Qué hermoso sería describir de qué humilde manera se realizaba este acto memorable! Nos encontramos apretados, apretados, en una angosta habitación, donde no había sillas para sentarse. La mayor parte de los miembros se hallaba en la flor de la edad, unos en retórica, otros en el primero o segundo año de filosofía, algunos en los primeros cursos de teología y pocos con sagradas órdenes… Éramos, pues, 22, sin contar a Don Bosco que estaba en medio de nosotros, arrodillado junto a la mesita sobre la que estaba el crucifijo que recibía nuestros votos según el reglamento”.

Después de esto Don Bosco, de pie, nos dirigió unas palabras para nuestra tranquilidad y para infundirnos más ánimos para el porvenir: “¡Quién sabe si el Señor quiere servirse de esta nuestra Sociedad para hacer mucho bien en su Iglesia! De aquí a 25 o 30 años si el Señor continúa ayudándonos, como hasta ahora, nuestra Sociedad, esparcida por diversas partes del mundo podrá llegar a tener mil socios… ¡Cuánto bien se hará!” Pablo Albera tenía 17 años. Desde aquel momento la Congregación salesiana será toda su vida. Muchos pensaban que la obra de Don Bosco se había completado. No contaban con su formidable visión creativa. Precisamente al tímido y serio clérigo Albera, al final de aquel año, Don Bosco reveló su próximo paso: “Paolino, nuestra iglesia de san Francisco de Sales es demasiado pequeña, no caben todos los jóvenes, o tienen que estar uno junto al otro. Por tanto construiremos otra más hermosa, más grande y la titularemos: “Iglesia de María Auxiliadora”.

La salud de Don Bosco suscitaba siempre preocupación, pero la “revolución salesiana” estaba solo en sus comienzos. En 1863, un primer grupo de salesianos, todos jovencísimos, salió de Valdocco para fundar la casa de Mirabello Monferrato. Fue el primer paso de una expansión que continúa hoy después de 157 años. En los cinco años de Mirabello Pablo Albera demostró capacidades prodigiosas. Daba clase en el bachillerato, acabó los estudios teológicos y se doctoró en Letras en la Universidad de Turín. Se ordenó sacerdote en 1868 y Don Bosco lo llamó a Turín. Necesitaba alguien que hiciera sus veces en las prácticas de aceptación de los jóvenes en el Oratorio: encargo delicadísimo que requería sentido común y muy buen corazón, cualidades de las que no carecía Pablo Albera. En los dos años que desempeñó este cargo, durante las cuales aprendió a conocer tantas miserias humanas, formó parte también del Consejo de la nueva Sociedad.

LA CONGREGACIÓN

Entre los primeros salesianos

Fue, por tanto, absolutamente natural para Pablo Albera, tomar la sotana, el 227 de octubre de 1861, y el año después, el 14 de mayo de 1862, ser uno de los 22 primeros salesianos.

“Aquella tarde –narra don Bonetti- después de desearlo mucho se emitieron por primera vez formalmente los votos de pobreza, castidad y obediencia por varios miembros de la Pía Sociedad recientemente constituida, que… se sentían llamados a ella. ¡Qué hermoso sería describir de qué humilde manera se realizaba este acto memorable! Nos encontramos apretados, apretados, en una angosta habitación, donde no había sillas para sentarse. La mayor parte de los miembros se hallaba en la flor de la edad, unos en retórica, otros en el primero o segundo año de filosofía, algunos en los primeros cursos de teología y pocos con sagradas órdenes… Éramos, pues, 22, sin contar a Don Bosco que estaba en medio de nosotros, arrodillado junto a la mesita sobre la que estaba el crucifijo que recibía nuestros votos según el reglamento”.

Después de esto Don Bosco, de pie, nos dirigió unas palabras para nuestra tranquilidad y para infundirnos más ánimos para el porvenir: “¡Quién sabe si el Señor quiere servirse de esta nuestra Sociedad para hacer mucho bien en su Iglesia! De aquí a 25 o 30 años si el Señor continúa ayudándonos, como hasta ahora, nuestra Sociedad, esparcida por diversas partes del mundo podrá llegar a tener mil socios… ¡Cuánto bien se hará!” Pablo Albera tenía 17 años. Desde aquel momento la Congregación salesiana será toda su vida. Muchos pensaban que la obra de Don Bosco se había completado. No contaban con su formidable visión creativa. Precisamente al tímido y serio clérigo Albera, al final de aquel año, Don Bosco reveló su próximo paso: “Paolino, nuestra iglesia de san Francisco de Sales es demasiado pequeña, no caben todos los jóvenes, o tienen que estar uno junto al otro. Por tanto construiremos otra más hermosa, más grande y la titularemos: “Iglesia de María Auxiliadora”.

La salud de Don Bosco suscitaba siempre preocupación, pero la “revolución salesiana” estaba solo en sus comienzos. En 1863, un primer grupo de salesianos, todos jovencísimos, salió de Valdocco para fundar la casa de Mirabello Monferrato. Fue el primer paso de una expansión que continúa hoy después de 157 años. En los cinco años de Mirabello Pablo Albera demostró capacidades prodigiosas. Daba clase en el bachillerato, acabó los estudios teológicos y se doctoró en Letras en la Universidad de Turín. Se ordenó sacerdote en 1868 y Don Bosco lo llamó a Turín. Necesitaba alguien que hiciera sus veces en las prácticas de aceptación de los jóvenes en el Oratorio: encargo delicadísimo que requería sentido común y muy buen corazón, cualidades de las que no carecía Pablo Albera. En los dos años que desempeñó este cargo, durante las cuales aprendió a conocer tantas miserias humanas, formó parte también del Consejo de la nueva Sociedad.

EL SUCESOR

“Sera mi segundo…”

Don Bosco tenía un olfato extraordinario para los hombres. Es uno de sus muchos secretos. Sabía que bajo la apariencia reservada y humilde de Pablo Albera se ocultaba un espíritu de diamante y una voluntad de acero. Por ello, en octubre de 1871 lo invitó a abrir una nueva casa en Génova, en el barrio de Marassi. El joven sacerdote contaba apenas 26 años, y el encargo habría hecho temblar a cualquiera.

Él pensó en llevar consigo unos centenares de francos para hacer frente a los primeros gastos indispensables y pidió autorización a Don Bosco. El buen padre lo miró sonriendo e hizo que le entregara el dinero. Le devolvió lo necesario para el viaje suyo y de sus compañeros diciéndole: “¡Vete tranquilo! ¡Para mañana pensará el Señor!”.

Don Albera entendió perfectamente el mensaje de Don Bosco. Desde aquel momento y durante toda su vida, se abandonó completamente a la Providencia. Como Don Bosco. Y el Señor, por medio de muchas personas caritativas vino tan abundantemente en ayuda del nuevo instituto, que al año siguiente pudo ser trasladado a una más cómoda y amplia sede en Sampierdarena, con un desarrollo que aun hoy asombra. Aquí surgió también otra obra fundada por el Venerable para dar a la Iglesia en breve tiempo, muchos y buenos sacerdotes, titulada: Obra de María Auxiliadora para las Vocaciones de adultos al estado Eclesiástico.

Claro que había dificultades, pero a quien se las contaba, don Bosco respondió: “Don Albera no solo ha superado, esas dificultades, sino que superará muchas más, y será mi segundo…” No acabó la frase, pero pasándose la mano por la frente, quedó como absorto en una visión lejana y continuó: “¡Oh, sí, don Albera nos será de gran ayuda!”

Presente a la conversación estaba un joven de veinte años, salesiano y sacerdote y llegó a ser el tercer sucesor de Don Bosco: don Felipe Rinaldi. Don Bosco era como un árbol magnífico que extendía sus ramas frondosas. El futuro de la obra salesiana crecía a su alrededor.

EL SUCESOR

“Sera mi segundo…”

Don Bosco tenía un olfato extraordinario para los hombres. Es uno de sus muchos secretos. Sabía que bajo la apariencia reservada y humilde de Pablo Albera se ocultaba un espíritu de diamante y una voluntad de acero. Por ello, en octubre de 1871 lo invitó a abrir una nueva casa en Génova, en el barrio de Marassi. El joven sacerdote contaba apenas 26 años, y el encargo habría hecho temblar a cualquiera.

Él pensó en llevar consigo unos centenares de francos para hacer frente a los primeros gastos indispensables y pidió autorización a Don Bosco. El buen padre lo miró sonriendo e hizo que le entregara el dinero. Le devolvió lo necesario para el viaje suyo y de sus compañeros diciéndole: “¡Vete tranquilo! ¡Para mañana pensará el Señor!”.

Don Albera entendió perfectamente el mensaje de Don Bosco. Desde aquel momento y durante toda su vida, se abandonó completamente a la Providencia. Como Don Bosco. Y el Señor, por medio de muchas personas caritativas vino tan abundantemente en ayuda del nuevo instituto, que al año siguiente pudo ser trasladado a una más cómoda y amplia sede en Sampierdarena, con un desarrollo que aun hoy asombra. Aquí surgió también otra obra fundada por el Venerable para dar a la Iglesia en breve tiempo, muchos y buenos sacerdotes, titulada: Obra de María Auxiliadora para las Vocaciones de adultos al estado Eclesiástico.

Claro que había dificultades, pero a quien se las contaba, don Bosco respondió: “Don Albera no solo ha superado, esas dificultades, sino que superará muchas más, y será mi segundo…” No acabó la frase, pero pasándose la mano por la frente, quedó como absorto en una visión lejana y continuó: “¡Oh, sí, don Albera nos será de gran ayuda!”

Presente a la conversación estaba un joven de veinte años, salesiano y sacerdote y llegó a ser el tercer sucesor de Don Bosco: don Felipe Rinaldi. Don Bosco era como un árbol magnífico que extendía sus ramas frondosas. El futuro de la obra salesiana crecía a su alrededor.